domingo, 27 de febrero de 2011

Las grandes verdades de la historia.

Hace mucho, mucho tiempo... jo, me parece que era en la época de los dinosaurios, como pasan los lustros, el caso es que cuando yo iba al colegio, quien lo diría, me molestaba mucho que nunca se respondía al por qué, ni al como, ni al para qué. Bueno, quizás exagero y en algunas materias sí que se respondía a estas cuestiones. Lo más normal, por lo que recuerdo, o me he inventado al intentar recordar, es que te pedían que fueras un papagayo que reprodujera todo lo que ponía en el voluminoso libro de texto de dos kilos que llevábamos en la mochila escolar.

Para mi, la escolarización era ser papagayo o mono saltimbalquin. Esto último tenías que serlo en clase de gimnasia. Y si eras muy mono y te movías mejor que un macaco, es que tenías maneras para poder dedicarte a los deportes.

Como aficionado a la lectura, ejercía la enorme manía presunciosa de llegar a conclusiones que contradecían o ponían en duda las veraces enseñanzas que el maestro nos impartían en clase de historia. Como quiera que a menos que se toquen temas patrióticos, la historia no suele importale un comino a nadie, normalmente el profesor me miraba muy atento, con los ojos como platos, mientras absorto en su trabajo leía mis extensísimos exámenes de varios folios. Gracias a mis poderes telepáticos podía leerle la mente perfectamente: "Menudo niño gilipollas me ha tocado". El caso es que sólo por el esfuerzo de haberme molestado en escribir varios folios repletos de faltas de ortografía, dibujos, esquemas y todo eso en el mismo tiempo que mis compañeros habían dedicado a escribir un solo folio, también plagado de faltas de ortografía y con dibujos mucho más feos que los míos, generalmente, mi nota en historia jamás bajaba de un notable.

Digo generalmente, porque existió un año en el que tuve la inmensa desgracia de toparme con una profesora de mente artrítica, cerrada, a la que también pude leerle perfectamente el pensamiento: "se va a enterar el niño gilipollas este".

Aunque me esforcé mucho en escribir folios y más folios, dibujos y dibujos, esquemas y más esquemas, la tía me ponía un dos, un tres, como mucho, un cuatro.

Creo que debió ser por aquella época de debí empezar a perder el pelo. Mientras mis compañeros de clase sacaban notables e incluso sobresalientes con ridículos exámenes, en los que repetían las tonterías que ponía el libro de texto, a mi, que me gustaba la historia con locura y estaba puesto al día en todo, me veía pisoteado por ser fiel a mis principios.

¿Debería haber hecho lo que todos, repetir lo que decían unos textos absurdos, ser un papagayo y admitir como verdades cosas que entonces ya se sabía que eran inciertas o totalmente falsas?

Pasado el tiempo, creo que sí, que debería haber pasado por el aro, que muy poco esfuerzo me habría costado complacer la estupidez académica de aquella profesora fosilizada que acabó por suspenderme toda la asignatura.

Como dicen los chinos: "el junco que se dobla ante la fuerza del viento, no se rompe". O algo parecido. Creo que se capta la idea perfectamente. Criaturas del mundo, de este renacido Nuevo Orden Mundial Planetario: sed papagayos, o samtilbamquis, y comportaos como un junco ante la fuerza del viento, o de lo contrario... jo, de lo contrario...

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